viernes, abril 20, 2007

Sangre de campeón: 2. -Un campeón nunca desea mal a nadie

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Carlos Cuauhtémoc Sánchez
Sangre de Campeón
Novela formativa con 24 directrices para convertirse en campeón.
Ciudad de México
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Jamás imaginé que sería tan difícil pintar una pared. Me costó mucho aprender, pero poco a poco mejoró mi técnica. Trabajaba de cuatro a cinco horas diarias. Cada mañana me sorprendía al ver cuanto había avanzado el día anterior y me enojaba conmigo mismo al descubrir que había dejado caer muchas gotas de pintura. Limpiaba y comenzaba de nuevo. Por las tardes, me encerraba a hacer operaciones matemáticas.
Un día, llegó a buscarme mi amigo Lobelo. Era mayor que yo, hosco y rebelde. En cuanto abrí la puerta me dijo:
- Felipe. Te invito a dar una vuelta. Encontré algo fantástico que quiero enseñarte.
A sus trece años, lo dejaban manejar una motocicleta de cuatro ruedas y, a veces, me llevaba como pasajero.
- No puedo salir –respondí -; estoy castigado.
- ¡Pobre de ti! –dijo Lobelo-. Si tus papás estuvieran muertos, serías más feliz.
Fruncí las cejas.
- ¡Es verdad! –continuó-. ¡Mírame a mí! ¡Soy libre como los pájaros! Mis padres se divorciaron. Yo me quedé con mamá y ella se volvió a casar, luego se peleó también con su nuevo marido. Ahora vivo con mi padrastro... Es lo mejor. Él me deja hacer fiestas, me presta su motocicleta, no se mete conmigo y me enseña a ganar dinero fácil.
- ¡Tú sí que tienes suerte! –dije siguiéndole el juego- ¡Cómo me gustaría que mis papás se murieran o se divorciaran también!
De inmediato sentí la gravedad de mis palabras. Una vez oí por televisión que jamás se debe desear el mal, pues cada pensamiento es como un bumerán que regresa para golpearnos a nosotros mismos. Tuve miedo de que mis palabras se convirtieran en profecía. Quise corregir diciendo: “es una broma”, pero Lobelo se reía a carcajadas y no me atreví a rectificar.
- ¿Por qué no te escapas un rato? –sugirió-, nadie se va a dar cuenta.
- Mejor, déjame pedir permiso.
- Como quieras – bajó la voz y me insultó-: mariquita Fingí no escuchar. Llegué con mi mamá y le pregunté:
- ¿Me dejas salir? Sólo unos minutos. Por favor.
- No - contestó.
- ¡ Es injusto! - reclamé-. He avanzado mucho pintando la casa, ¿por qué no castigas a Riky? ¡Míralo! Está todo el día jugando con su vecino y provoca un desastre, mamá, date cuenta. Toma mis coches y los deja por todos lados. Además se finge enfermo. Desde hace varios meses dice que le duele el cuerpo, sólo para que lo consientas ¡y tú caes en la trampa!
- A Riky le sube la temperatura; nadie sabe por qué- respondió-. No lo consiento. Sólo lo cuido. Por otro lado, ya prometió que va a guardar las cosas cuando termine de jugar.
- Pero es que...
- ¡Deja de discutir y no causes más problemas!
En esos momentos de enfado volví a tener malos pensamientos: “Ojalá mi hermano se hubiera estrellado en el cemento cuando se cayó del trampolín”.
Fui a decirle a Lobelo que no podía salir. Torció la boca, dio tres acelerones a su motocicleta y arrancó sin despedirse.
Riky trató de hacer las paces conmigo, pero yo estaba furioso. Le dije que lo odiaba y que por su culpa me habían castigado. Sus ojitos se llenaron de lágrimas. Dio la vuelta y se fue. A partir de entonces, no volvió a entrar al cuarto en el que yo hacía mis labores escolares. Jugaba con el vecino afuera.
Una tarde, cuando comenzaba a oscurecer, escuché ruidos extraños en el techo. La casa de dos pisos era demasiado alta. Salí al patio. Encontré al vecinito mirando hacia arriba y a Riky corriendo por la azotea.
- ¿Qué haces allí? –le grité.
- Vine... –dudó-, ¡ah, sí! ¡A buscar mi pelota!
Entré a acusarlo. Me interesaba más hacerlo quedar mal, que ayudarlo a bajar. Mi madre estaba bañándose.
- Mamá – grité -, ¡Riky se subió al techo! Ahora sí vas a tener que castigarlo.
- ¿ Cómo dices?
- Anda en la azotea. Subió por la escalera de aluminio con la que estoy pintando.
- ¿ Dejaste la escalera recargada en el muro?
- Sí. Es muy larga. Apenas la puedo mover, pero no la dejé ahí para que Riky se subiera. ¡Debes regañarlo!
- Dile que se baje – suplicó.
- No me obedece.
- ¡Ayúdalo! – insistió.
- Es su problema. Que baje solo.
En ese instante recordé que la escalera estaba apoyada sobre una superficie desigual y que había enormes piedras en el suelo. Si mi hermano no tenía cuidado, podía...
Cuando razoné esto, era demasiado tarde.
Escuché un ruido estrepitoso de metal.
Corrí al patio y vi un cuadro aterrador: Mi hermano se había caído. Estaba en el suelo, desmayado a un lado de la escalera. Me acerqué temeroso: Le salía sangre de la nariz y de la frente. Se había descalabrado. Lo miré de cerca, sin saber que hacer. Todo comenzó a darme vueltas.
Carmela salió de la lavandería y comenzó a gritar:
- ¡Jesús, María y José ¡ ¡ Mi niño Riky!
Volví a observar el rostro ensangrentado de mi hermanito y el mareó regresó. Al ver la sangre, tuve como un pesadilla: En diferentes tonos de rojo, vi a varios soldados. Junto a ellos, encadenados, había monstruos con brazos enormes, garras afiladas y cara peluda. Gruñían y enseñaban sus colmillos. Podía ver todo eso en la sangre de Riky. Los soldados cuidaban que los monstruos no escaparan. Sentí que me ahogaba.
Mi madre había salido de la casa con una bata de baño, tenía el cabello lleno de jabón. Vociferaba como histérica.
- ¡Riky! ¿Qué te pasa? ¡Reacciona por favor!
Levantó en brazos a mi hermano y lo metió en la casa.
- ¡Felipe! –gritó – Llama a tu padre. ¡Pronto!
Fui al teléfono y marqué el numero de la oficina.
- Papá – le dije en cuanto contestó-, mi hermano se cayó de la azotea. Se abrió la cabeza. Está desmayado.
- ¿Qué? ¿Cómo? ¡Pásame a tu madre!
Mamá tomó el aparato. Mientras hablaban miré a Riky, inconsciente, acostado sobre el sillón. Al observar la sangre que le salía sin parar de la cabeza, volví a sentir mareo y deseos de vomitar. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué me impresionaba tanto esa herida? Estaba a punto de caer de nuevo por el agujero de colores, cuando mamá me tomó del brazo:
- No mires –me dijo-, te hace mal. Tu papá va a llamar a la ambulancia. Mejor ve hacia la puerta para que recibas a los doctores y los hagas pasar.
Obedecí. Me remordía la conciencia por haber acusado a Riky en vez de ayudarlo a bajar, pero me sentía todavía más culpable por haber deseado su muerte al caer del trampolín. También había pensado en voz alta: “ojalá que mis padres se mueran o se divorcien”. ¿Por qué se me ocurrieron esas tonterías? Recordé el programa de televisión que había visto. Sugirieron en él: “Nunca desees el mal a otros, aunque sean tus enemigos o te desagraden. Los pensamientos negativos se regresan como una maldición y destruyen quien los tiene”.
El vecino, amigo de Riky, estaba parado atrás de mí.
- ¿Por qué se subió mi hermano a la azotea? – le pregunté -, ¿de veras fue por la pelota?
- No, El tiene un secreto.
- ¿Qué secreto?
- No te lo puedo decir.
En ese momento llegó la ambulancia. El sonido de la sirena era impresionante. Bajaron dos paramédicos. Les mostré el camino. A los pocos minutos volvieron a salir llevándose a mi hermano. Mamá subió a la ambulancia y me advirtió:
- Tu padre va a alcanzarnos en el hospital, quédate aquí. –luego se dirigió a la nana-. Carmela, te encargo a Felipe. Al rato les llamo por teléfono.
Vi la ambulancia alejarse.
El amigo de Riky comenzó a caminar por la calle.
- Alto –le dije-. Necesito hablar contigo. ¿Cuál era el secreto de mi hermano?¿, ¿Por qué se subió a la azotea?
El chiquillo corrió sin contestar mi pregunta.
- ¡ Espera! – le pedí, pero no me obedeció.

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